Soy un obsesivo nostálgico. Sin el más mínimo remordimiento ni reparo, sin remisión. Si preciso justificarme es porque la estupidez nos ha hecho perder el sentido de las emociones. Y no solo porque algunos dicen que la nostalgia es la enfermedad senil del derechismo más reaccionario, de aquellos que añoran imaginarios imperiales ante la crisis de las expectativas presentes. Es porque esa conclusión tan solo manifiesta la propensión de cierto progresismo político a la más absoluta simplicidad mental. Haberlos, haylos que fantasean hasta mojar con un yelmo áureo de un pasado imperial. Mi nostalgia es, empero, sin falsa humildad y sin soberbia, más sencilla. Un poco a la manera de Serrat: «por aquellas pequeñas cosas / Que nos dejó un tiempo de rosas…». Añoro tan solo la ausencia, de todo lo mundano que en otro tiempo me hizo feliz.
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