Como los chistes, las palabras son anónimas. Nos llegan y, al usarlas, las difundimos. Pasan de boca en boca en un camino de ida y vuelta que nos une y nos identifica como hablantes de una lengua. Algunas tienen una vida corta. Son como una moda pasajera que pronto se sustituye por otra. Palabras de usar y tirar que pueden durar un verano, como una canción. Otras, aunque vivan siglos, no van mucho más allá del lugar donde nacen. Identifican a los naturales de una región, incluso de una localidad. Son aquellas palabras que necesitamos presentar de alguna forma: En mi pueblo decimos... Pero el meollo del idioma, su verdadera masa madre, es ese tesoro que llaman los lingüistas el léxico patrimonial. Palabras de origen remotísimo, de extensión general y que parecen haber logrado su forma definitiva y permanente. Son sin duda de esta clase las que el poeta Gabriel Celaya elige en su poema Hablando en castellano: «Hablando en castellano, / decir tinaja, ceniza, carro, pozo, junco, llanto, / es decir algo tremendo, ya sin adornos, logrado».
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