La mañana de la Epifanía o Pascua de Reyes, la esperábamos con inquietud. Después de la última adoración solemne del Niño Dios, los niños y las mozas (incluidas las mozas duras), pasábamos a la sacristía pensando en qué consistiría ese año nuestro regalo de Reyes. El cura, servido por el capataz, se encargaba de repartir a cada destinatario un paquete con su nombre. De madrugada, los Reyes habían dejado los regalos colgados en una rama baja del olivo de la iglesia.
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