El pasado 19 de junio celebramos el décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI como Rey de España. Debe su cargo a la Constitución de 1978, la única carta magna española ratificada por el pueblo en un referéndum. El 6 de diciembre de 1978, casi el 92% de los votantes dijeron sí a nuestra Constitución y, por consiguiente, a la monarquía parlamentaria. Cada vez que votamos a partidos constitucionalistas reiteramos nuestro apoyo al Rey. No es necesario, por tanto, un referéndum para comprobar que la mayoría de los españoles seguimos creyendo que la monarquía parlamentaria es el sistema de gobierno idóneo para nuestro país.
«La mayoría de los españoles que defienden la república frente a la monarquía nunca aceptaría a un Presidente que no pensara como ellos»
Uno de los defectos atávicos de la mayoría de los españoles es el sectarismo. La intransigencia y la intolerancia explican nuestras guerras civiles. La Transición fue un fructífero paréntesis de consenso y buena voluntad que se nos antoja cada vez más lejano. Nuestros gobernantes actuales son incapaces de negociar y llegar a acuerdos duraderos con sus adversarios. Ante esta realidad, es necesario que el Jefe del Estado sea una persona neutral, que no pertenezca a ningún partido ni necesite subordinarse a ninguna parcialidad para mantenerse en el cargo. La mayoría de los españoles que defienden la república frente a la monarquía nunca aceptaría a un Presidente que no pensara como ellos. La imparcialidad del Rey junto con su permanencia indefinida en el cargo son las claves de la estabilidad de nuestra Democracia.
Los independentistas y la extrema izquierda aducen que la monarquía es incompatible con la democracia porque el Rey no es elegido directamente por el pueblo. Esta idea es un sofisma porque lo que indica la calidad democrática de un país no tiene nada que ver con el procedimiento para acceder a la Jefatura del Estado cuando esta tiene un carácter simbólico. De hecho, nueve de los catorce países más democráticos del Mundo son monarquías. Es falso, además, que en todas las repúblicas el Presidente sea elegido directamente por el pueblo. En la Segunda República española, por ejemplo, ninguno de los dos presidentes fueron votados por los ciudadanos y el Jefe de Gobierno era nombrado a dedo por el Presidente de la República. Incluso, en repúblicas tan democráticas como Estados Unidos las personas con posibilidades reales de llegar a ser presidente son muy pocas.
Frente a unos políticos cada vez más mediocres, zafios e irresponsables, Felipe VI aporta saber estar, sosiego, elegancia, prudencia y lealtad institucional. En estos momentos nadie podría desempeñar la Jefatura del Estado español mejor que él.
Algunos tratan de desprestigiar a Felipe VI alegando que tendría que haberse negado a firmar la Ley de Amnistía. Esta idea es un disparate. El Rey no debe negarse a firmar una ley aprobada por el parlamento. Si lo hiciera estaría faltando a su neutralidad. Es injusto culpar a Felipe VI de las consecuencias de lo votado por los españoles. La institución que debería haber impedido su aprobación es el Tribunal Constitucional. El rey debe seguir ateniéndose al ejercicio de sus funciones constitucionales, es decir, ser el símbolo de la unidad de España, asumir su más alta representación y moderar el funcionamiento de las instituciones… ¡Viva Felipe VI!