Poco a poco, los que vamos haciéndonos mayores nos vamos acostumbrando a la muerte. Ocurre que personas cercanas y queridas se nos van adelantando, y, de alguna manera, nos enseñan el camino e invitan a acompañarlas.
El tiempo pasa para todos igual y nos borra del mapa, salvo a aquellas personas que, por dejar una huella profunda de su paso por la tierra, tardan más en convertirse en polvo de estrellas. Uno de esos seres fue Enrique. Un alcalareño apasionado. No he conocido a nadie que amara más a su ciudad ni que se preocupara más por ella. Se volcaba en todo aquello que podía darle brillo. Siempre dispuesto a sacrificar su tiempo para ofrecérselo generosamente al lugar donde nació, creció, se casó y se convirtió en Enrique Sánchez.
En estos tiempos en los que tan pocos modelos tenemos para mostrar a la juventud un idealismo en el que reflejarse, Enrique fue un ejemplo de hombre cabal. En estos tiempos en los que tan fácil resulta venderse, nadie pudo comprarlo. Siempre defendió con valentía aquello en lo que creía. Fiel a sí mismo y a su labor de periodista. Consciente de que la crítica es necesaria para mejorar y crecer. Nunca cejó en su empeño, tozudo, a veces contradictorio, a veces contra viento y marea, pero siempre honrado de informar y censurar lo que consideraba preciso. Y, porque no tenía madera ni vocación de palmero, me consta que, a veces, pagó un precio muy alto.
Era un amigo leal y sincero con sus amigos, entre los que me cuento. En los últimos tiempos, siempre que coincidíamos en algún evento cultural, nos decíamos el uno al otro que nos debíamos un café. Pero este tipo de vida frenética que ahora llevamos todos deja poco espacio para esos intercambios de amistad. Se ha marchado Enrique sin que nos lo tomemos, sin despedirse, a la francesa. Espero que me lo guarde allá donde ahora se encuentre.
Bon voyage, mon ami!!! ¡Brindo por tu vida!